jueves, 5 de agosto de 2010

Ruta de la Amistad III

Octavo día - De Shigatse a Shegar


Adaptados a la altura y después del atracón de monasterios, la mañana confirma mis sospechas: la cámara de video que había comprado en Lhasa dos días antes no funciona. No tengo el ticket porque pensé que no se rompería tan pronto y que si se rompía en España, me pillaba regular volver a Lhasa a reclamar la garantía. Así que me lo tomé con filosofía budista…

En cuanto salimos de Shigatse, los paisajes son abrumadores, montañas de todos los colores, azul, verde, amarillo, dorado… ¡¡y yo sin video!! Hacemos una parada en un pueblo perdidísimo donde nos acosan unos cuantos niños absolutamente asilvestrados. Van sucísimos y se pelean entre ellos por pedirnos dinero o lo que sea, les vale cualquier cosa. Jugueteo con ellos, pero son algo bestias…Somos el espectáculo del año en un pueblo en el que no creo que vivan más de veinte personas.

Realmente la vida en Tibet ha de ser durísima. Hay pueblos perdidos en medio de la nada más absoluta, que realmente, no sé de qué viven. No tienen agua cerca, es imposible cosechar nada allí, tan sólo hay algunas casas deterioradas y manadas de perros. Sin embargo, la gente parece muy feliz.

Tal es el revuelo que se monta que se acercan dos ancianos a vernos. Nos miran de arriba abajo. Tocan nuestra ropa, miran nuestros calzados, pero lo que más les llama la atención son los pelos de mi barba y mis piernas. No les quitan ojo, y cuando le enseño los del brazo les hizo tanta gracia, que uno de ellos que no tenía dientes, comenzó a reir dejando caer libremente un montón de baba que se llevaba el viento. Realmente, el Tibet es muy, pero que muy rural.

Después de comer en un pueblo de carretera, cruje con fuerza algo en el coche. Parece que ha reventado una rueda, pero es algo peor, se ha partido una pieza de la transmisión. Pero esta gente tiene recursos y con la ayuda de un par de tibetanos, logran reparar la avería. Para mí no fue un problema esperar ese rato, porque aproveché para hacer unas fotos muy chulas al paisaje y a algunas casas en ruinas.

Así que retomamos el camino y comenzamos la subida del puerto del Gyuatso-La (5240 metros). Los puertos aquí no son ninguna tontería. Este salva un desnivel de 1100 metros en 20 km. Sorprende que esta altura haya algunos nómadas instalados vendiendo fósiles marinos de la zona, lo que te hace recordar que en su día la meseta tibetana formaba parte del fondo marino.

Este puerto es espectacular, porque hasta él desciende un precioso glaciar procededente de un pico de 7100 metros. Y eso como si nada…Nos volvemos locos e intentamos acercarnos al glaciar, moviéndonos con dificultad por la altura a la que estamos. En ese lugar tuve sensaciones impresionantes y a partir de ahí, todo empezó a mejorar. Llevaba un día algo raro y me dio muchísima fuerza aquel lugar.

El corto trayecto hasta nuestro destino, Shegar, es simplemente alucinante, especialmente cuando por primera vez en mi vida, veo eso sí, de lejos, la cordillera del Himalaya. Pero el Everest en occidente, Qomolunga en tibetano o Sagamatha en nepalés se muestra oculto entre las nubes. Es la peor época del año en cuanto a visibilidad pero aún nos quedan dos días por delante en los que, si hay suerte, podremos verlo.

Llegamos a Shegar, un pueblo bastante feo pero en un enclave desértico que sin duda, está entre los paisajes más bonitos que he visto en mi vida. El alojamiento es muy rústico, no hay agua corriente. Hay cables de electricidad pero no hay bombillas. Los baños están en el piso de arrib y son dos agujeros cuadrados en el suelo, en los cuales tienes que afinar la puntería. Por si fallas, hay una especia de rastrillo.

De vuelta a la habitación, someto a mi cámara a una sesión de ostiaterapia, que consisitió básicamente en darle golpes contra el suelo de madera con todas mis fuerzas. Y como todos sabéis, la mayoría de las cosas vuelven a funcionar después de una buena sesión de ostiaterapia. Todo seguía mejorando...

Dejamos las mochilas y nos damos un paseo sin rumbo fijo. Alfredo sigue algo fastidiado del catarro y decide esperarnos en la carretera mientras los demás nos adentramos en un cañón en medio del desierto. Es tan bonito que se nos olvida que Alfredo debía estar esperando en la carretera. Salimos de nuevo a la carretera y Alfredo no está. De repente, un tractor a toda leche pitando y con Alfredo subido en el remolque. Aburrido, había continuado la carretera hasta otro pueblo, y para volver había negociado con aquel hombre el billete de vuelta. Nos subimos los otros cinco al remolque y fue un cachondeo, entre otras cosas porque el campesino llevaba una visera en la que ponía “Todo por el futbol”…Le dimos algo de dinero y nos despedimos entre risas. Gracias a él, llegamos a tiempo para la cena.

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