domingo, 5 de septiembre de 2010

De vuelta a mi querido negror

Vigésimo segundo día - De Pokhara a Kathmandú


Hoy comienzo mi regreso a casa. Estoy en Pokhara y he de llegar a Kathmandú como sea, así que le pregunto a Supersacamoni (es como el Sacamoni de Kathmandú pero a lo bestia, lo que pasa es que se le ve demasiado el plumero de que te quiere sacar los cuartos...) si hay algún autobús hacia allí.

Cuál es mi sorpresa cuando me dice que hay elecciones a Ministro (¿ein?), y que las carreteras están cortadas, que el transporte por tierra es imposible porque hay gente con ganas de marcha en ellas. Ni siquiera existe la posibilidad de pillar alguna furgoneta compartida con alguien, porque dice que si bien los pasajeros no corremos peligro, los manifestantes suelen sacar al chófer, darle de todos menos amor y lo mismo al vehículo.

Así que la única opción es el avión (que en el momento en que os escribo os digo que se estrelló diez días después y se mataron los 16 ocupantes que en él iban. No me extraña nada porque estoy seguro de que estos aviones no pasan ningún tipo de control, como los coches, lo que pasa es que los aviones si se paran en el aire, se caen, lo que viene siendo la fuerza de la gravedad...). Me cuesta sólo 40 euros así que saco el billete.

En el aeropuerto conozco a un holandés zumbado de unos 50 años que viene de la India. Es un vuelo precioso. A la izquierda los Himalayas, concretamente la zona de los Annapurnas y posteriormente la del Manaslu. A la derecha, el impresionante verde de las zonas más bajas.

Una vez en el aeropuerto de Kathmandú, me voy con el holandés en busca de un autobús que nos lleve al centro. Después de estar una hora subidos en el autobús esperando a que saliera, el holandés, otro recién llegado, dos nepalíes y yo, decidimos compartir un taxi. Éramos cinco, y allí los taxis son muy pequeños, como un Twingo más o menos. Nos dice el taxista que sí, que cabemos. Yo le digo, "oye, que somos cinco grandotes y con mochilacas". Él dice: "no pasa ná". Así que allá que vamos. Cómo estaría la cosa que no duramos más de cinco o seis metros. El taxita nos echó de mala manera...jejeje.

En ese mismo momento, salía el autobús que habíamos estado esperando. Nos subimos como podemos, y me quedé en la puerta. Bueno, realmente no tenía puerta, pero sí los tornillos que algún día la habrían sujetado. Pues al subir en marcha y con toda la gente allí, me clavé el tornillo en la espalda, pero bien clavado. El autobús me llevó a mi destino, con el estigma en mi espalda...volví a Thamel, qué bien me siento, quiero quedarme aquí para siempre...

Pronto se hizo de noche y me di un paseo por Kathmandú, que empezaba a atraparme a pesar de su negror (mal olor, suciedad y caos). Me sentía asombrosamente bien allí.

Me cené mi Dhal Baat de rigor y me subí a la habitación acogedoramente mugrienta de mi alojamiento. Desde la terraza se veía Kathmandú, oscuro...al fondo Swayambunath...el templo de los monos que visité mi primer día aquí, se cerraba un círculo...lloviznaba....

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